La historia no contada de Leonel Álvarez en boca de su mamá
Cuando Leonel Álvarez tenía un año de edad, le regalaron un balón de fútbol pequeño, apenas más grande que sus manos. El futuro técnico de la selección Colombia lanzaba el balón y lo recogía hasta el cansancio. Según su madre, doña Fabiola Zuleta, era el único juguete que cuidaba porque los demás los rompía contra los barrotes de la cuna.
(Izq.) Leonel Álvarez a la edad de 14 años, cuando estaba empezando en el fútbol y (Der.) Leonel vestido con la camiseta del Deportivo Independiente Medellín en 1983.
Cuando jugaba en el Valladolid al lado de sus compañeros Carlos ‘el Pibe’ Valderrama y René Higuita.
El exentrenador de Colombia, Leonel Álvarez, gesticula durante un partido de fútbol de clasificación de la Copa Mundial contra Bolivia en La Paz, Bolivia, el martes, 11 de octubre de 2011.
Un día, el pequeño Leonel, de 22 meses, salió a jugar desnudo en las polvorientas calles de Remedios, Antioquia. El sol sin sombra de esa mañana hacía que la ropa fuera un estorbo. De repente, su madre, que estaba pendiente de los quehaceres de la casa, escuchó un grito:
–¡Doña Fabiola, doña Fabiola, lo mataron! –oyó desde la cocina. Pensó que un carro había arrollado al perro de la vecina, tocaya suya. Los gritos siguieron.
–¡Doña Fabiola, venga que mataron a su hijo!–. Al salir, encontró a Leonel en el suelo, con el rostro ensangrentado y lleno de raspaduras. Dos heridas le surcaban ambas cejas.
La mujer corrió, tomó a su hijo en los brazos y buscó un carro que la llevara a un hospital. El niño no lloraba ni se quejaba. Yacía desgonzado sobre el regazo de su madre.
Un carro frenó al ver la angustia de la mujer, que pensaba que su hijo estaba agonizando. Ya en el hospital, Fabiola se arrodilló ante el médico y le rogó que no dejara morir a su hijo. Éste le dijo que si el niño vivía, podía quedar con problemas mentales.
–No me importa, pero no me lo deje morir –respondió la madre.
Al recordar esa historia, se lleva al rostro sus manos morenas y marchitas. Una moña recoge su pelo blanqueado de canas y bajo sus ojos tiene unas ojeras moradas.
–Dios mío bendito, ese día me enloquecí. ¿Usted sabe qué es eso? Imagínese ver a un hijo ahí tiradito, todo lleno de sangre.
–¿Y el papá?
–Él no vivía con nosotros –responde arrugando aún más el ceño– Eso es cuento aparte.
Después del accidente, Leonel perdió el habla. Durante cinco años fue mudo. La madre le hablaba y él movía la cabeza para afirmar o negar. Los médicos le recomendaron una cirugía en la garganta, pero ella tuvo miedo y prefirió tener un hijo sin voz a no tener nada. El accidente le dejó dos cicatrices en el extremo de cada una de las cejas.
Durante la infancia no tuvo amigos. Como no podía hablar, se distraía pateando balones en los recreos. Así sobrellevó la soledad. Cuando tuvo siete años, para sorpresa de su madre, los médicos, y sus compañeros y maestros, Leonel empezó a articular palabras.
Fabiola Zuleta está de pie en el centro de la habitación. No tiene cuadros de la Virgen, ni del Sagrado Corazón de Jesús, ni de santo alguno. Dice que es cristiana y que no puede adorar imágenes. En cambio, el lugar parece un templo dedicado a su hijo. Él aparece sonriendo, serio, corriendo, de medio cuerpo y cuerpo entero en catorce fotos enmarcadas que están distribuidas en todas las paredes. En la sala, sobre una biblioteca sin libros, se exhiben 22 trofeos y otras tantas fotos.
Rodeada de orquídeas, azaleas, cayenos y helechos, la casa está ubicada sobre una colina a 20 minutos del municipio de Guarne, en Antioquia. En una enramada de color rojo hay un almanaque y un reloj del Deportivo Independiente Medellín, el primer equipo profesional donde estuvo Leonel en 1983 y del que sigue siendo hincha doña Fabiola.
En la puerta aparece Alexandra, una de las tres hermanas del futbolista. Ella es la versión femenina de Leonel. Tiene el pelo largo y negro, las cejas pobladas y esa mirada de malgenio perpetuo. Alexandra reconoce ese gesto y dice que en el pueblo los habitantes creen que siempre está molesta.
–¿Leonel es malgeniado?
–Él es el mejor hermano. Sólo una vez me pegó cuando yo era chiquita porque en una pataleta cerré la puerta duro, y cosa que lo ponía bravo era que alguien estrellara puertas.
–¿Y es celoso?
–¿Que si es celoso? Leo no quería que yo me casara. Me decía que si me arrepentía de la boda me compraba un carro o me llevaba a viajar por todo el mundo. No le hice caso. Finalmente, él tenía razón (se ríe Alexandra) pues me fue mal en el matrimonio.
Dentro de la casa, doña Fabiola está desempolvando las fotos de infancia de su hijo.
–¿Vos querés saber cómo era Leonel? –dice, y muestra una imagen de él cuando tenía 14 años, de cuclillas en una sala, con uniforme deportivo azul y unos guayos viejos.
–¿Siempre ha tenido el pelo largo?
–Es que tenía unos crespos hermosos y no fui capaz de cortárselos –hace una pausa– bueno, sólo una vez se los corté cuando él tenía seis años. Lo hice por caprichosa y luego me arrepentí.
El día del corte Fabiola se subió a un bus atestado de gente. Estaba sola. De pronto escuchó el susurro de una señora advirtiéndole que un joven mechudo le había abierto el bolso. Ella revisó y encontró que le habían robado el dinero. Le dio malgenio. La palabra ‘mechudo’ le quedó sonando todo el trayecto y al llegar a su casa tomó las tijeras de una gaveta y cortó los crespos de Leonel, que cayeron como un racimo en el suelo. El niño lloró, la madre también. Pensaba que ser mechudo era sinónimo de delincuencia y no iba a dejar que en un futuro la gente tratara a su hijo como un delincuente.
–No tengo fotos de Leonel cuando estaba con el pelo corto –dice tocándose la cabeza con ambas manos para confirmar que cada hebra de pelo esté en su sitio. Doña Fabiola no usa joyas, no se maquilla ni se tintura el pelo; se lo prohíbe su creencia cristiana; pero le gusta estar bien peinada, oler a perfume y coleccionar bolsos de todos los colores que combinen con sus zapatos, también de todos los colores.
–No me pinto el pelo aunque los hijos me han sacado todas las canas. He tenido tres preinfartos por culpa del fútbol. Es que eso es una pasión y más cuando se tiene un hijo jugador.
En el partido final de la Copa Libertadores de América de 1989, doña Fabiola casi muere frente al televisor. Sintió una punzada en el pecho y cayó en la silla bajo la mirada aterrada de familiares, periodistas e hinchas que invadieron su casa en el barrio El Poblado de Medellín.
El equipo Olimpia de Paraguay se enfrentaba contra el Atlético Nacional de Colombia en el estadio Nemesio Camacho ‘El Campín’ de Bogotá. Después del tiempo reglamentario, todo se definió mediante tiros desde el punto de penalti. En ese entonces Leonel Álvarez tenía 24 años y era jugador del Atlético Nacional.
Mientras en Bogotá el estadio estaba atiborrado de hinchas del Nacional, y unos pocos del Olimpia, la casa de doña Fabiola se llenó de verde, pancartas, aguardiente y cerveza.
Los penaltis comenzaron. El equipo paraguayo hizo el primer cobro. René Higuita se lanzó al costado izquierdo y logró atajar el tiro. Luego el turno fue para Andrés Escobar. En Medellín gritaron al unísono un ‘gol’ extendido. Doña Fabiola permaneció en la silla, pendiente del televisor. Los disparos continuaron. Mientras Higuita atajaba los cobros, los jugadores de Nacional los desperdiciaban. Tras 17 tiros, le llegó el turno a Leonel Álvarez.